sábado, 27 de diciembre de 2014

La Navidad de Jonathan

Jonathan (nombre ficticio) es un interno del módulo de jóvenes. Mide alrededor de un metro sesenta y cinco y es de complexión muy delgada. Cuando lo vi por primera vez me fijé rápidamente en lo deteriorada que tenía la dentadura a pesar de su juventud, tan sólo veintiún años. Jonathan había estado consumiendo desde los doce y eran muy ostensibles los efectos de las drogas.

Este comienzo tan temprano no es frecuente ya que la supervisión de los padres y la dificultad para acceder a estas sustancias suelen retrasar la edad de inicio en el consumo. Jonathan no tenía estos impedimentos puesto que pertenece a una saga familiar de traficantes de drogas muy conocida en prisión. De hecho, varios de sus tíos y primos han cumplido, o cumplen aún, condenas por delitos contra la salud pública (tráfico de drogas).

La primera entrevista que mantuve con él fue meramente informativa. Me presente, le expliqué las actividades que podía realizar en prisión y los programas en los que se podía inscribir. Jonathan asentía con la cabeza sin abrir la boca. Cuando por fin habló fue para quejarse por las dosis de medicación tan bajas. Finalicé pronto la entrevista porque noté que tenía mono y le estaba resultando duro.

Los factores de riesgo con los que contaba Jonathan eran numerosos: escasa cualificación profesional, sin hábitos laborales, adicción, miembros de su familia con antecedentes penales y toxicofílicos, no conciencia del problema, E.S.O. sin finalizar, poca motivación al cambio... Jonathan era un caso perdido, un caso que a nadie le gusta tener, tampoco a mí.

Después de aquella primera entrevista, dejé que pasara una semana y lo reclamé con la excusa de plantearle un cuestionario. Mi intención era sólo comprobar cómo se encontraba, no pensé en llevar a cabo una intervención específica con él porque, sinceramente, no sabía por dónde empezar. Aquella entrevista resultó productiva. Jonathan se encontraba más orientado y con ganas de hablar.

De soslayo me comentó que sus padres no habían estado en prisión. Él era albañil y ella limpiaba casas. ¡Madre mía! En una familia de profesionales había dos personas que se dedicaban a trabajar, en economía sumergida la mayoría de las veces, pero a trabajar. Aquí se encontraba el mayor factor de protección; los padres podían representar el fondo donde anclar la intervención.

Cuando llamé a su madre, ésta condenó el tráfico de drogas de sus parientes y los hacía responsables de la adicción de su hijo, aunque también se culpaba de no establecer los límites necesarios por miedo a la ruptura de vínculos con la familia y a las represalias.

A medida que pasaba el tiempo me iba enganchando cada vez más a Jonathan. Se trataba de una persona buena y lo digo en el sentido literal del término (relativo a bondad). Ayudaba (y ayuda) en la medida de sus posibilidades a sus compañeros, los escucha en los momentos más difíciles y presta apoyo a los internos que acababan de ingresar. Todo esto lo hacía a iniciativa propia y sin que se notase. Su intención no era demostrar nada, simplemente lo hacía.

Este buen corazón de Jonathan me preocupaba porque una característica que en sí es positiva podía convertirse en una debilidad para afrontar decisiones en libertad. Le sugerí que se inscribiera en el programa de habilidades sociales en el que se trabaja la asertividad. Jonathan aceptó.

Para dotarlo de ciertas oportunidades de reinserción, era necesario trabajar en tres direcciones: el mantenimiento de abstinencia, la adquisición de formación básica y la obtención de cierta cualificación profesional. Para ello era necesario la voluntariedad y motivación del propio interno y sin su compromiso iba a resultar imposible alcanzar estos objetivos. Hicimos un contrato social en el que calendarizamos las actividades a desarrollar.

Otra cuestión que resultaba preocupante era la tentación que suponía tener tan disponible la droga. La madre habló con sus familiares y les transmitió el dolor que le produce la adicción de su hijo. Sus familiares han acordado mantenerse al margen, a menos que Jonathan sea quien los busque.

Tras estos dos años de internamiento, para mi sorpresa, Jonathan ha ido respondiendo bien: ha finalizado la E.S.O., ha realizado un curso de pintura y otro de panadería y se ha mantenido abstinente. Alguien podría pensar que en prisión es fácil mantenerse sin consumir sin embargo en la cárcel también entra droga a pesar de los férreos controles de seguridad.

Había llegado el momento de comprobar si su buena evolución tenía correlato también en libertad por lo que le sugerí que pidiese un permiso de salida. Normalmente los internos piden permiso en cuanto alcanzan el cuarto de la condena, fecha legalmente establecida para acceder a este beneficio, pero Jonathan no estaba utilizando este derecho. La razón es que temía salir y recaer.

La concesión del permiso no iba a ser tarea fácil como pude comprobar en el Equipo Técnico. En cuanto se mencionó su apellido se asociaron todo un sinfín de etiquetas relacionadas con su familia, pero que nada tenían que ver con este chico.

Uno de los principios generales del Trabajo Social es la individualización expresada en la necesidad de adecuar la intervención profesional a las particularidades específicas de cada persona, grupo o comunidad. Además de nuestro Código Deontológico, la propia Ley Orgáncia General Penitenciaria introduce la individualización científica en el Tratamiento Penitenciario, priorizando la personalidad de cada individuo en base a su reinserción. Estos principios nos obligan a considerar a Jonathan como un ser único.

Esa semana del estudio del permiso pasé un poco de nervios porque, de no concederse, la relación podría verse dañada. Yo sugerí a Jonathan, a pesar de sus miedos, que solicitara el permiso y él había acabado ilusionandose con la posibilidad de pasar unos días en casa. Si se votaba desfavorable, podría percibir que de nada sirve el esfuerzo realizado hasta ahora. Además, el límite temporal con el con el que cuenta la intervención en prisión (la duración de la condena) complicaba el margen de maniobra.

Finalmente, el permiso fue favorable y Jonathan está pasando ahora unos días de Navidad con su familia. Ojalá Jonathan salga adelante, pero también me estoy preparando para que no sea así. Sé que una recaída me afectaría, pero eso es algo que como profesional debo trabajarme. Incluso la recaída, si se produce, es una oportunidad para afrontar los problemas con los que Jonathan se encontrará cuando salga y una oportunidad para mí, puesto que una vez que Jonathan cumpla su condena mi trabajo habrá finalizado, espero que, con él, para siempre.