viernes, 7 de agosto de 2015

La maleta


Prometí dedicar una segunda entrada a la Reforma del Código Penal y su repercusión en la ejecución penitenciaria, pero he decidido posponerla a raíz de la noticia que enlazo: el juez envía a prisión al hermano del inmigrante que murió en una maleta.

A. M. (iniciales publicadas en prensa) en un intento de procurarle un mejor futuro a su hermano (supuestamente) decidió ayudarle a entrar en Europa. Como casi todo el mundo sabrá, el resultado fue trágico. El chico murió asfixiado en la maleta en la que se ocultaba y A. M. ha sido acusado de dos delitos: uno contra los derechos de los trabajadores y otro por homicidio imprudente. Ambos delitos pueden llegar a la considerable suma de nueve años de prisión, sin contar multas.



No voy a entrar aquí en disquisiciones sobre la justicia, ni en las causas que lleva a una persona a tomar decisiones tan arriesgadas, ni tan siquiera en la proporcionalidad del delito y la pena. Tengo mi propia opinión formada al respecto y no creo que tenga mayor peso de la de quien me esté leyendo. Lo que sí voy a exponer a continuación es la dificultad que entraña para mí abordar estos casos y las particularidades de este tipo de intervenciones.



Muchas veces me preguntan cómo controlo los sentimientos ante personas que han cometido delitos atroces, si siento miedo durante la entrevista o si temo por mi integridad... Lo mismo soy un poco inconsciente, pero la verdad es que cuando entrevisto a un interno de entidad tan sólo pienso en una frase que leí una vez en algún sitio: “las personas que hacen cosas horribles sólo son personas”. Esta frase, que me repito con algún caso, me ayuda a intentar mantener la ética y a tratar de cumplir con mi trabajo en lugar de abandonarme a la tentación visceral de añadir penosidad a la condena.


Creo que esto no lo llevo mal. Soy trabajadora social en una prisión y procuro no faltar a la dignidad de ningún preso. Tengo claro que mi misión no es juzgar, por lo que hago todo lo que está en mi mano para lograr el cumplimiento del mandato constitucional referido a presos y exreclusos.

Como digo, el perfil de internos conflictivos, peligrosos o como se les quiera denominar no me preocupa en exceso. Sin embargo, existen otro tipo de perfiles con los que tengo mayores dificultades. Me refiero a aquellas personas que se encuentran en prisión por una concatenación de infortunios, de decisiones erróneas o por factores íntimamente ligados a las situaciones de exclusión.

Aún a sabiendas que mi trabajo comienza a partir del internamiento y no antes, que no soy juez, que no soy legislador y que no tengo competencia para cambiar el rumbo de los acontecimientos, aún así, me asalta una pregunta recurrente: ¿Qué habría hecho yo en el lugar de estas personas? Igual hubiera hecho lo mismo.

Odio cuando esto sucede porque considero que ni la pregunta, ni la respuesta aportan nada a la intervención. Las trabajadoras sociales conocemos muy bien el importante papel que representa la empatía en la relación de ayuda, sin embargo creo que, a veces, un exceso de la misma puede resultar incluso adversa para el interno, la intervención y la propia trabajadora social.

El tiempo de prisión lo imponen los Jueces y Tribunales. Aunque desde prisiones tengamos cierto margen de maniobra en la concesión de beneficios penitenciarios, existen unos plazos temporales fijados por ley que son inamovibles, por tanto, si es irremediable el encarcelamiento, intentemos aprovechar la estancia en prisión para la consecución de dos objetivos fundamentales: la reducción de los efectos negativos de la reclusión, y, si es posible y útil, la adquisición de mayores competencias (educativas, formativas, laborales, actitudinales, comportamentales…)

La justificación o la minusvaloración del delito pueden provocar en el interno una autopercepción de víctima del sistema. Esta percepción, lejos de movilizar recursos, resulta casi siempre desmotivadora, convirtiéndose la estancia en prisión en un tiempo totalmente inerte, vacío y muerto.

En lo referente a mí, creo que me va a perseguir la misma pregunta y, probablemente, persista la misma respuesta. Tratar de controlar estas emociones y que no repercutan en la intervención va a seguir siendo una tarea costosa, aunque también necesaria.